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¿Cuál es el precio de la inteligencia artificial?

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Hemos perdido capacidad de concentración. Podemos ir perdiendo de a poco la capacidad de pensar, si todo lo esperamos del clic y la pantalla.

Por Héctor M. Guyot - La Nación

Lo confieso. No he consultado hasta ahora a la inteligencia artificial y no tengo ninguna intención de hacerlo. Al menos en lo inmediato. No sé si esto es bueno o malo, de modo que esta suerte de deserción del proceso tecnológico que lo está cambiando todo no me produce orgullo ni vergüenza. Quizá un poco de pudor, porque puedo parecer un renegado que descree de las bondades del progreso, y no es exactamente el caso. El celular, dispositivo en el que los seres humanos hemos descargado nuestra vida toda, es bueno para muchas cosas, empezando por lo obvio: me permite comunicarme en todo momento con la gente que quiero, por más lejos que esté, y acceder por medio de una módica suscripción a la mejor música que el espíritu humano ha creado en cualquier latitud o género. Sin embargo, a pesar de procurarme esas y otras buenas cosas, el celular no ha mejorado mi vida. Diría que es al revés. La ha empobrecido, pues me tiene de rehén. Hoy mis horas son suyas. En otras palabras, a nada ni nadie le presto mayor atención durante el día, y las demandas de todo orden que por allí me alcanzan, o que convoco yo mismo, me llevan a correr detrás del tiempo con la sensación de que, en lugar de habitarlo, lo quemo en la fiebre de llegar cuanto antes a donde no termino nunca de llegar. El celular, en su flujo incesante de imágenes, nos sustrae la noción de pausa o sosiego. La pantalla iluminada captura el ojo. La pantalla negra provoca inquietud y nos llama a encenderla, a estar pendiente de la señal de alarma aun cuando no llega. El dominio del dispositivo es absoluto, constante, y todo intento de resistirse es inútil.

¿A qué voy? Lo que quiero decir es que no reniego de la tecnología, pero desconfío de ella. De sus promesas. Me dijeron que internet y el celular me iban a simplificar la vida, y en verdad me la han complicado. Además, he perdido cosas que no puedo siquiera evocar, porque las experiencias analógicas en las que se cifraban son incompatibles con la frecuencia digital en cuyo flujo navegamos. Esa frecuencia no solo alteró mi ritmo, sino también el entorno en el que se daban aquellas vivencias. Vivimos en un mundo loco, de contextos efímeros, donde es difícil que algo permanezca fijo el tiempo suficiente como para que nos afirmemos en ello.

Hemos perdido capacidad de concentración. Podemos ir perdiendo de a poco la capacidad de pensar, si todo lo esperamos del clic y la pantalla

En suma, desconfío de la inteligencia artificial. Puede darme algo, sin duda, pero temo que a cambio me quite más de lo que me entrega. Y eso que quiero preservar, lo que no estoy dispuesto a ceder, es para mí muy valioso. No porque valga gran cosa en sí, sino porque es mío, ni mejor ni peor, pero único, y lo único que tengo. Hablo de mi pobre inteligencia, producto de un cúmulo misterioso de experiencias, sensaciones, emociones, lecturas e ideas que han decantado en décadas de vida y que se agitan por las suyas en combinaciones insospechadas cada vez que un pensamiento estimula la imaginación. Como ocurre con todos. Sospecho que si le empiezo a dar cabida a la inteligencia artificial allí donde puedo poner el seso con el que vine al mundo, es posible que de a poco, y a fuerza de pereza, le vaya entregando a la máquina parcelas en donde retozaban en potencia ideas propias para que las llene de pensamientos muchos más inteligentes, sin duda, pero sin vida, commodities que los algoritmos regurgitan a partir del saber almacenado, congelado y convertido en dato. Trataré de evitarlo, pero si tengo que equivocarme, que sea con lo mío. Lo que vale es el viaje a Itaca, no tanto el puerto de destino.

La revolución industrial reemplazó el esfuerzo físico humano, y no sin dolor y padecimiento. Esperemos que la imparable revolución de la inteligencia artificial no termine reemplazando a la inteligencia humana. Mucha gente que sabe está preocupada al respecto. Hemos perdido capacidad de concentración y habilidades verbales. Eso está comprobado. Podemos ir perdiendo de a poco la capacidad de pensar, si todo lo esperamos del clic y la pantalla.

Lo que sí rechazo, quizá de necio nomás, es la fusión de lo biológico y lo tecnológico en aquello que hace a nuestra identidad. No reniego de la inteligencia artificial, insisto, pero me gusta tratar con la mía, con todas sus limitaciones. Antes poco inteligente que artificial. La mente humana, la de cada cual, es un espacio sin límite refractario a toda reducción algorítmica, que responde tanto a la necesidad de hallar soluciones prácticas como al anhelo nunca satisfecho de reconocernos en lo que somos. Y somos las canciones que nos acompañaron en la infancia, la visión fugaz de un atardecer rojo, la pérdida de aquello que queríamos y ya olvidamos, el vaivén de una falda de algodón en la brisa de verano, el sentimiento que no nos deja dormir, la hoja seca guardada entre las páginas de un libro, el secreto que morirá con nosotros, la luz dorada suspendida en el interior de una iglesia de pueblo, la lejanía de la Cruz de Sur en el cielo estrellado, el repique de la lluvia sobre el patio caliente. Somos incluso aquello que nos desvela y no alcanzamos a comprender. Todo eso fragua nuestro pensamiento. Y es parte de nuestra inteligencia. ¿Vamos a renunciar a eso?

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