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Agricultura de precisión: ¿Revolución o sobreestimación tecnológica?

Por Mariano Fava (*)

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EL DIARIO digital

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Desde hace tres décadas, la agricultura de precisión (AP) ha ido ganando terreno en Argentina como una estrategia de gestión que emplea tecnología y análisis de datos para optimizar la producción, considerando la variabilidad espacial y temporal del suelo y los cultivos. La masificación del uso de monitores de rendimiento en cosechadoras, el GPS para mapear condiciones particulares de los lotes y el acceso a imágenes satelitales de alta resolución han sido hitos clave en su desarrollo.

En tiempos más recientes, la proliferación de aplicaciones digitales para la adopción de AP ha permitido que muchos ingenieros agrónomos y productores incorporen estas herramientas con facilidad, inicialmente incentivados por versiones de prueba gratuitas. La capacidad de generar mapas de índice verde ha causado un impacto tan significativo como lo hicieron en su momento los monitores de rendimiento. Sin embargo, la pregunta crucial es: ¿qué hacemos con esa información?

Si bien contar con un mapa de índice verde facilita la interpretación de fenómenos productivos, especialmente para profesionales ajenos al sector agropecuario, el riesgo radica en el abuso o la dependencia excesiva de estos datos sin un criterio agronómico sólido. Muchas veces, se induce a los productores a tomar decisiones que aparentan ser altamente científicas, pero carecen de sustento agronómico profundo.

Las principales características de la AP incluyen:

1.Recopilación de datos: Uso de sensores, GPS, drones e imágenes satelitales para obtener información detallada del campo.

2.Análisis y procesamiento de datos: Identificación de patrones y características específicas de cada sector del lote, y la superposición de capas de información para ambientarlo.

3.Toma de decisiones basada en datos: Aplicación de insumos como semillas, fertilizantes y agua en función de la información recopilada.

4.Manejo sitio-específico: Ajuste de las prácticas agrícolas a la variabilidad espacial del campo en lugar de aplicar estrategias homogéneas.

Muchos estudios y especialistas sostienen que la AP permite una utilización más eficiente de los recursos, con ahorros estimados entre 10 y 50 dólares por hectárea. No obstante, observar la AP desde una óptica meramente administrativa y no agronómica puede generar inconsistencias teóricas y prácticas. La búsqueda de la mayor contribución marginal, alineada con la ley de los rendimientos decrecientes, ignora que el crecimiento de los cultivos responde a múltiples variables ambientales fuera de nuestro control. En este contexto, la eficiencia buscada mediante el análisis de datos podría perder la carrera productiva frente a un manejo agronómico clásico.

Para ilustrar estos desafíos, analicemos dos de las técnicas más difundidas de la AP: la siembra a densidad variable (SDV) y la fertilización variable (FV).

Ambas prácticas buscan optimizar la distribución de insumos según las características específicas del terreno. Sin embargo, la respuesta de los cultivos no siempre es lineal ni predecible. En el caso de la siembra variable, especies como trigo, sorgo y maíz cuentan con mecanismos naturales de compensación como el macollaje y la prolificidad. De igual forma, la soja ajusta su desarrollo mediante ramificación y el girasol mediante la expansión de su capítulo.

Si, además, consideramos la influencia climática, un ambiente inicialmente clasificado como de baja productividad podría resultar altamente rendidor en un año húmedo, mientras que la reducción de densidad de siembra podría limitar su potencial. Esto contradice el principio de "uso más eficiente de los recursos".

El análisis de la fertilización es aún más complejo. Numerosos estudios indican que la respuesta relativa a la fertilización suele ser mayor en zonas de baja aptitud productiva que en las más favorables. Si la estrategia consiste en redistribuir los insumos desde las áreas más pobres hacia las más productivas, se corre el riesgo de exacerbar las diferencias entre sectores en el mediano y largo plazo, generando lotes cada vez más heterogéneos.

Un enfoque agronómico integral debería apuntar a reducir la brecha de rendimiento entre los distintos sectores del lote, mejorando el potencial de las zonas más desfavorables en lugar de concentrar los insumos en las mejores. La aplicación excesiva de fertilizantes en sectores de alto rendimiento puede no solo ser innecesaria sino también ineficiente desde el punto de vista económico y ambiental.

En conclusión, la AP es, sin duda, una tecnología fundamental para el futuro de la producción agropecuaria. No obstante, abrazarla indiscriminadamente como una solución infalible puede llevarnos a una falacia técnica. La promesa de una gestión agrícola completamente basada en datos ignora la complejidad del ecosistema productivo y los factores impredecibles que influyen en el rendimiento.

En este sentido, la clave no es descartar la AP, sino integrarla de manera racional con el conocimiento agronómico tradicional. De lo contrario, corremos el riesgo de convertirla en un fin en sí mismo y no en una herramienta complementaria para mejorar la eficiencia y sustentabilidad del agro. El verdadero desafío está en encontrar el equilibrio entre la tecnología y la experiencia agronómica para maximizar la productividad sin caer en simplificaciones excesivas ni promesas irreales.

(*) Ingeniero Agrónomo (MP: 607 CIALP) -Posgrado en Agronegocios y Alimentos- @MARIANOFAVALP

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